‏ 2 Corinthians 5

La esperanza de la inmortalidad

1Sabemos que si esta tienda de nuestra mansión terrestre se desmorona, tenemos de Dios un edificio, casa no hecha de manos, eterna en los cielos
1. Esta tienda de nuestra mansión terrestre: el cuerpo. Nuestra verdadera habitación es el cielo (v. 2; Fil. 3, 20).
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2Y en verdad, mientras estamos en aquella, gemimos, porque anhelamos ser sobrevestidos de nuestra morada del cielo
2 ss. “Querríamos llegar a la vida eterna sin pasar por la muerte. Este deseo solo es realizable con la condición de hallarnos vivos en el momento de la Parusía (1 Ts. 4, 13-18; 1 Co. 15, 50-54)” (Buzy). Cf. la nota en 1 Co. 15, 51.
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3pero con tal de ser hallados (todavía) vestidos, no desnudos
3. Es decir, anhelamos la glorificación de nuestro cuerpo, mas no a través de la muerte, que nos desnudaría del mismo (v. 2 y nota). Es muy de notar que el Apóstol no nos señala como prueba de amor y esperanza el deseo de la muerte, sino el de la segunda venida de Jesús, y bien se explica, puesto que solo entonces la visión será plena (Fil. 3, 20 s.; Jn. 3, 2; Ap. 6, 9 ss.; Lc. 21, 28; Rm. 8, 23, etc.). Este misterio en que lo mortal será absorbido por la vida, lo explica el mismo Apóstol en 1 Co. 15, 51-55. Sobre la muerte de los mártires, véase Ap. 2, 10 y nota.
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4Porque los que estamos en esta tienda suspiramos preocupados, no queriendo desnudarnos, sino sobrevestirnos, en forma tal que lo mortal sea absorbido por la vida. 5Para esto mismo nos hizo Dios, dándonos las arras del Espíritu
5. Cf. 1, 22. El Espíritu Santo que hemos recibido en el bautismo es el principio vital de la resurrección en Cristo. S. Crisóstomo acentúa la verdad contenida en este v., diciendo: “Dios es el que nos ha creado para este fin, esto es, para hacernos inmortales e incorruptibles, dándonos su Espíritu y su gracia como prenda y arras de esta inmortalidad y gloria venideras”.
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6Por eso confiamos siempre, sabiendo que mientras habitamos en el cuerpo, vivimos ausentes del Señor — 7puesto que solo por fe andamos y no por visión— 8pero con esa seguridad nos agradaría más dejar de habitar en el cuerpo, y vivir con el Señor
8. Continúa el Apóstol insistiendo sobre el mismo admirable misterio de nuestra dichosa esperanza (Tt. 2, 13). Después de mostrarnos que, lejos de ser ella una ambición ilegítima, es un deseo que el mismo Espíritu Santo nos pone en el alma (v. 5), nos muestra ahora, como S. Juan en 1 Jn. 3, 3, la eficacia santificadora de este deseo, único capaz de hacernos despreciar todo afecto terreno (Lc. 17, 32 s. y nota) y preferir el abandono de la presente vida, cosa que se nos hace harto difícil cuando se trata de pasar por la muerte. Solo la falta de conocimiento de estos misterios puede explicar quizá la sorprendente indiferencia en que solemos vivir con respecto al sumo acontecimiento, tan inefablemente feliz para el fiel cristiano. Cf. Ap. 22, 20 y nota.
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9Y por esto es que nos esforzamos por serle agradables, ya presentes, ya ausentes
9. Como observa Fillion, es este deseo y esta esperanza de gozar de N. S. Jesucristo por toda la eternidad, lo que nos excita poderosamente a hacer desde ahora lo que a Él le agrada.
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10Pues todos hemos de ser manifestados ante el tribunal de Cristo, a fin de que en el cuerpo reciba cada uno según lo bueno o lo malo que haya hecho
10. Cristo ha sido, en efecto, constituido por el Padre como Juez de vivos y muertos. Cf. Hch. 10, 40; Rm. 14, 10; 1 Pe. 4, 5 s.; Ap. 19, 11 ss. La concreta referencia a nuestros cuerpos, que se hace en este versículo, contribuye grandemente a la preparación señalada en la nota anterior. Ya no se trata solamente de la hora de nuestra muerte y el misterioso destino del alma sola, sino del inmenso acontecimiento del retorno de Jesús como Juez, cuando vendrá “como ladrón de noche” (1 Ts. 5, 2 y nota) a salvar a los suyos y destruir las cabezas de sus enemigos (Sal. 109, 5 s. y nota), “como vasos de alfarero” (Sal. 2, 9; 1 Co. 15, 25). Esta reflexión, la más grave que un hombre puede hacerse en la presente vida, explica la insistencia con que el mismo Juez, hablándonos como Salvador, nos dice amorosamente: “no sea que volviendo de improviso os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad! (Mc. 13, 36 s.).
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El amor de Cristo, alma del ministerio apostólico

11Penetrados, pues, del temor del Señor, persuadimos a los hombres, pero ante Dios estamos patentes, y espero que también estamos patentes en vuestras conciencias
11. Ante Dios estamos patentes: Los apóstoles no necesitan protestar de su sinceridad ante Dios que conoce sus corazones, pero sí delante de los hombres (1 Co. 2, 14), cuyo Juicio carnal difícilmente entiende la lógica sobrenatural del Evangelio, en el cual tanto se escandalizaban de Jesús (Lc. 7, 23 y nota). De ahí que el Apóstol tenga que ser cuerdo para con ellos, como les dice en el v. 13 (cf. 1 Co. 14, 32 y nota), dejando para el trato con Dios aquella locura que no tiene límites ante el misterio del amor con que somos amados (v. 14 y nota).
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12No es que otra vez nos recomendemos a vosotros, sino que os estamos dando motivo para gloriaros de nosotros de modo que tengáis (cómo replicar) a quienes se glorían en lo exterior y no en el corazón. 13Porque si somos locos, es para con Dios; y si somos cuerdos, es por vosotros. 14Porque el amor de Cristo nos apremia cuando pensamos que Él, único, sufrió la muerte por todos y que así (en Él) todos murieron
14. El amor que Cristo nos mostró, muriendo por nosotros y haciendo que su muerte nos redimiese como si cada uno de nosotros hubiese muerto como Él, es algo tan inmenso que reclama irresistiblemente nuestra correspondencia. “Al que así nos amó, cómo no amarlo”, dice S. Agustín, y lo repite un himno de la Liturgia (Adeste fideles). Este es el pensamiento que según el Apóstol nos lleva a enloquecer de gozo (v. 13).
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15Y si por todos murió, es para que los vivos no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó. 16De manera que desde ahora nosotros no conocemos a nadie según la carne; y aun a Cristo si lo hemos conocido según la carne, ahora ya no lo conocemos (así)
16. Según la carne, esto es, según miraba cuando no conocía a Cristo. Se refiere al tiempo antes de su conversión. Mas ahora, dice, ha comenzado nuestra resurrección en Cristo. “No dudamos con desconfianza, ni aguardamos con incertidumbre, sino que habiendo empezado a recibir el cumplimiento de nuestra promesa, empezamos a ver las cosas venideras con los ojos de la fe, y alegrándonos de la futura exaltación de nuestra naturaleza, de modo que lo que creemos ya es como si lo tuviéramos (S. León Magno).
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17Por tanto, si alguno vive en Cristo, es una creatura nueva
17. Sobre esta nueva creatura, véase Jn. 3, 5 y nota; Ef. 4, 13 ss. “El intento de hacer vida «cristiana», tomando como base la vida natural propia, es impracticable; pues el plano de la vida de Cristo, frente a la forma humana de vida, es totalmente diferente y nuevo. El «nuevo hombre» se forma mediante la transposición del hombre natural a nueva forma de vida fundada en la vida de Cristo. Pero si esta nueva forma de vida ha de lograrse, debe realizarse una real transposición de sí mismo. Debe realizarse, por así decir, una incorporación mediante la cual se establezca la unión con esa otra nueva vida” (P. Pinsk). Cf. Rm. 6, 6; Ef. 4, 22; Col. 3, 9.
. Lo viejo pasó: he aquí que se ha hecho nuevo.
18Y todo esto es obra de Dios, quien nos reconcilió consigo por medio de Cristo, y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación
18 ss. Tan solo Dios pudo renovarlos; no hay redención hecha por hombres; no hay redención sino en Cristo. S. Crisóstomo, contemplando el amor de Dios en la obra de la reconciliación, exclama: “¿Qué ha dejado de hacer Dios para que lo amemos? ¿Qué no ha hecho? ¿Qué ha omitido? ¿Qué mal nos ha hecho nunca? Gratuitamente le hemos ofendido y deshonrado, habiéndonos Él colmado de innumerables beneficios. De mil modos nos llamaba y atraía, y en vez de hacerle caso proseguimos en ultrajarle y ofenderle, y ni aun así quiso vengarse, sino que corrió tras nosotros y nos detuvo cuando huimos... Después de todo esto apedreamos y matamos a los profetas y perpetramos otros infinitos crímenes Y ¿qué hizo Él entonces? No envió más profetas, no ángeles, no patriarcas, sino a su mismo Hijo... y después de matado el Hijo, persevera exhortando, rogando, y nada omite para que nos convirtamos”.
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19como que en Cristo estaba Dios, reconciliando consigo al mundo, no imputándoles los delitos de ellos, y poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación
19 s. Nótese la sublimidad de la misión confiada al verdadero predicador evangélico: al ofrecer a los hombres la reconciliación conquistada por Cristo, es como si el mismo Dios hablase por su boca (v. 20). Cf. 1 Pe. 4, 11.
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20Somos pues, embajadores (de Dios) en lugar de Cristo, como si Dios exhortase por medio de nosotros. De parte de Cristo os suplicamos: Reconciliaos con Dios. 21Por nosotros hizo Él pecado a Aquel que no conoció pecado, para que en Él fuéramos nosotros hechos justicia de Dios
21. Para que fuéramos justicia: “Para que este beneficio nuestro fuera simplemente posible, era menester que Cristo se compenetrare e identificase tan íntimamente con nosotros, que nuestro pecado pudiera llamarse suyo. Y esto significa por nosotros: en representación nuestra, Cristo se hizo como la personificación de toda la Humanidad; y como la Humanidad entera era como una masa de puro pecado, Cristo vino a ser como la personificación de nuestro pecado” (Bover). Cf. Ez. 4, 4 y nota.
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