‏ John 20

V. JESÚS VENCEDOR DE LA MUERTE

Aparición a la Magdalena y a los apóstoles

1El primer día de la semana
1 ss. Véase Mt. 28, 1-10; Mc. 16, 1-8; Lc. 24, 1-11. El primer día de la semana: el domingo de la Resurrección, que desde entonces sustituyó para los cristianos al sábados día santo del Antiguo Testamento (cf. Col. 2, 16 s.; 1 Co. 16, 2; Hch. 20, 7). Sobre el nombre de este día cf. Sal. 117, 24; Ap. 1, 9 y notas.
, de madrugada, siendo todavía oscuro, María Magdalena llegó al sepulcro; y vio quitada la losa sepulcral.
2Corrió, entonces, a encontrar a Simón Pedro, y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto”. 3Salió, pues, Pedro y también el otro discípulo, y se fueron al sepulcro. 4Corrían ambos, pero el otro discípulo corrió más a prisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. 5E, inclinándose, vio las fajas puestas allí, pero no entró. 6Llegó luego Simón Pedro, que le seguía, entró en el sepulcro y vio las fajas puestas allí, 7y el sudario, que había estado sobre su cabeza, puesto no con las fajas, sino en lugar aparte, enrollado
7. Es de notar la reverencia especial para con la sagrada Cabeza de Jesús que demuestran los ángeles. No quiso Dios que el sudario que envolvió la Cabeza de su Hijo muy amado quedase confundido con las demás vendas.
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8Entonces, entró también el otro discípulo, que había llegado primero al sepulcro, y vio, y creyó. 9Porque todavía no habían entendido la Escritura, de cómo Él debía resucitar de entre los muertos. 10Y los discípulos se volvieron a casa.

11Pero María se había quedado afuera, junto al sepulcro, y lloraba. Mientras lloraba, se inclinó al sepulcro, 12y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. 13Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?” Díjoles: “Porque han quitado a mi Señor, y yo no sé dónde lo han puesto”. 14Dicho esto se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no sabía que era Jesús. 15Jesús le dijo: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas” Ella, pensando que era el jardinero, le dijo: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. 16Jesús le dijo: “Mariam”
16. María Magdalena, la ferviente discípula del Señor, es la primera persona a la que se aparece el Resucitado. Así recompensa Jesús el amor fiel de la mujer penitente (Lc. 7, 37 ss.), cuyo corazón, ante esa sola palabra del Señor, se inunda de gozo indescriptible. Véase 12, 3 y notas.
. Ella, volviéndose, dijo en hebreo: “Rabbuní”, es decir: “Maestro”.
17Jesús le dijo: “No me toques más, porque no he subido todavía al Padre; pero ve a encontrar a mis hermanos, y diles: voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. 18María Magdalena fue, pues, a anunciar a los discípulos: “He visto al Señor”, y lo que Él le había dicho.

19A la tarde de ese mismo día, el primero de la semana, y estando, por miedo a los judíos, cerradas las puertas (de) donde se encontraban los discípulos, vino Jesús y, de pie en medio de ellos, les dijo: ¡Paz a vosotros!” 20Diciendo esto, les mostró sus manos y su costado; y los discípulos se llenaron de gozo, viendo al Señor. 21De nuevo les dijo: ¡Paz a vosotros! Como mi Padre me envió, así Yo os envío”. 22Y dicho esto, sopló sobre ellos, y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo
22 s. Recibid: Este verbo en presente ¿sería una excepción a los reiterados anuncios de que el Espíritu solo descendería cuando Jesús se fuese? (16, 7 y nota). Pirot expresa que “Jesús sopla sobre ellos para significar el don que está a punto de hacerles”. El caso es igual al de Lucas 24, 49, donde el Señor usa también el presente “yo envío” para indicar un futuro próximo, o sea el día de Pentecostés. Por lo demás esta facultad de perdonar o retener los pecados (cf. Concilio Tridentino 14, 3; Denz. 913) se contiene ya en las palabras de Mateo 18, 15-20, pronunciadas por Jesús antes de su muerte. Cf. Mt. 16, 19. La institución del Sacramento de la Penitencia expresada tan claramente en estos versículos, obliga a los fieles a manifestar o confesar sus pecados en particular; de otro modo no sería posible el “perdonar” o “retener” los pecados. Cf. Mt. 18, 18; Conc. Trid. Ses. 1; cap. V. 6, can. 2-9
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23a quienes perdonareis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retuviereis, quedan retenidos”.

Incredulidad de Tomás

24Ahora bien Tomás, llamado Dídimo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25Por tanto le dijeron los otros: “Hemos visto al Señor”. Él les dijo: “Si yo no veo en sus manos las marcas de los clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos, y no pongo mi mano en su costado, de ninguna manera creeré”
25. La defección de Tomás recuerda las negaciones de Pedro después de sus presuntuosas promesas. Véase 11, 16, donde Dídimo (Tomás) hace alarde de invitar a sus compañeros a morir por ese Maestro a quien ahora niega el único homenaje que Él le pedía, el de la fe en su resurrección, tan claramente preanunciada por el mismo Señor y atestiguada ahora por los apóstoles.
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26Ocho días después, estaban nuevamente adentro sus discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, y, de pie en medio de ellos, dijo: “¡Paz a vosotros!” 27Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo, mira mis manos, alarga tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. 28Tomás respondió y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!” 29Jesús le dijo: “Porque me has visto, has creído; dichosos los que han creído sin haber visto”
29. El único reproche que Jesús dirige a los suyos, no obstante la ingratitud con que lo habían abandonado todos en su Pasión (Mt. 26, 56 y nota), es el de esa incredulidad altamente dolorosa para quien tantas pruebas les tenía dadas de su fidelidad y de su santidad divina, incapaz de todo engaño. Aspiremos a la bienaventuranza que aquí proclama Él en favor de los pocos que se hacen como niños, crédulos A las palabras de Dios más que a las de los hombres. Esta bienaventuranza del que cree a Dios sin exigirle pruebas, es sin duda la mayor de todas, porque es la de María Inmaculada: “Bienaventurada la que creyó” (Lc. 1, 45.). Y bien se explica que sea la mayor de las bienaventuranzas, porque no hay mayor prueba de estimación hacia una persona, que el darle crédito por su sola palabra. Y tratándose de Dios, es este el mayor honor que en nuestra impotencia podemos tributarle. Todas las bendiciones prometidas a Ahrahán le vinieron de haber creído (Rm. 4, 18), y el “pecado” por antonomasia que el Espíritu Santo imputa al mundo, es el de no haberle creído a Jesús (Jn. 16, 9). Esto nos explica también por qué la Virgen María vivía de fe, mediante las Palabras de Dios que continuamente meditaba en su corazón (Lc. 2, 19 y 51; 11, 28). Véase la culminación de su fe al pie de la Cruz (19, 25 ss. y notas). Es muy de notar que Jesús no se fiaba de los que creían solamente a los milagros (véase 2, 23 s.), porque la fe verdadera es, como dijimos, la que da crédito a Su palabra. A veces ansiamos quizá ver milagros, y los consideramos como un privilegio de santidad. Jesús nos muestra aquí que es mucho más dichoso y grande el creer sin haber visto.
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30Otros muchos milagros obró Jesús, a la vista de sus discípulos, que no se encuentran escritos en este libro. 31Pero estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y, creyendo, tengáis vida en su nombre
31. Escritos para que creáis: San Lucas confirma esta importancia que tiene la Sagrada Escritura como base, fuente y confirmación de la fe. En el prólogo de su Evangelio dice al lector que lo ha escrito “a fin de que conozcas la certeza de lo que se te ha enseñado”. Véase en Hch. 17, 11 cómo los fieles de Berea confirmaban su fe con las Escrituras Sagradas.
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