Romans 8
Felicidad del cristiano
1Por tanto, ahora no hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús ▼▼1. Comienza el Apóstol a pintar con expresiones entusiastas la imagen del hombre redimido y elevado a la libertad de Cristo mediante el Espíritu Santo.
. 2Porque la Ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley del pecado, y de la muerte ▼▼2. La ley del Espíritu de vida: véase 3, 9 y nota. “Como el espíritu natural produce la vida natural, así el Espíritu Santo crea la vida de la gracia” (S. Tomás). “Jesucristo se hizo hombre para hacernos espirituales; en su bondad, se ha rebajado para elevarnos; ha salido para hacernos entrar; se ha hecho visible para enseñarnos las cosas invisibles” (S. Gregorio Magno).
. 3Lo que era imposible a la Ley, por cuanto estaba debilitada por la carne, hízolo Dios enviando a su Hijo en carne semejante a la del pecado, y en reparación por el pecado condenó el pecado en la carne ▼▼3. Véase Hch. 15, 10; Hb. 9, 15.
, 4para que lo mandado por la Ley se cumpliese en nosotros, los que caminamos no según la carne, sino según el espíritu. 5Pues los que viven según la carne, piensan en las cosas de la carne; mas los que viven según el espíritu, en las del espíritu ▼▼5. Véase sobre esto Ga. 5, 17 s. y nota.
. 6Y el sentir de la carne es muerte; mas el sentir del espíritu es vida y paz ▼▼6. He aquí el criterio para distinguir las tendencias que agitan al mundo: la sabiduría de la carne, que pretende salvarse sin Cristo, es muerte. San Pablo divide a los hombres en dos categorías: el hombre simplemente racional, que él llama “psíquico”, y el hombre espiritual. Tanto aquí como en 1 Co. 2, 10-16, nos muestra la manera de ser de cada uno de ellos.
. 7Pues el sentir de la carne es enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la Ley de Dios ni puede en verdad hacerlo. 8Y los que viven en la carne no pueden, entonces, agradar a Dios. 9Vosotros, empero, no estáis en la carne sino en el espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ese tal no es de Él. 10Si, en cambio, Cristo habita en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto por causa del pecado, mas el espíritu es vida a causa de la justicia. La vida eterna del cuerpo y del alma
11Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros. 12Así, pues, hermanos, somos deudores: no de la carne para vivir según la carne; 13pues si vivís según la carne, habéis de morir; mas si por el espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. 14Porque todos cuantos son movidos por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios ▼▼14 s. Son movidos: Tanto en la Vulgata como en el griego, el verbo está en voz pasiva. No se trata, pues, aquí de una simple regla de moral, sino de revelarnos el asombroso misterio del Espíritu Santo que se digna tomar el timón de nuestra vida cuando nos le entregamos con la confiada docilidad de los que se saben hijos del Padre celestial. Véase la inefable promesa de Jesús en Lc. 11, 13, y su nota. “El espíritu de filiación o adopción divina se conoce en cuanto que aquel que lo recibe es movido por el Espíritu Santo a llamar a Dios su Padre” (S. Crisóstomo). Con esta adopción de hijos de Dios no solamente se recibe la gracia, la caridad y los dones del Espíritu Santo, sino también al mismo Espíritu, que es el don primero e increado (véase 5, 5 y nota). “Unidos a Cristo, nuestra Cabeza, como sarmientos a la vid, y circulando por todos una misma vida, podemos decir: ¡Padre! y alcanzaremos la misma herencia del Hijo” (Oñate). Olvidar esta verdad sería negar la conciencia, que es ley aun para los paganos (2, 14), e incurrir en el espíritu de esclavitud, que el mismo S. Pablo declaró ajeno al dogma cristiano y sustituido por este espíritu de hijos de Dios (v. 21). Cf. Ga. 4, 3-7; 2 Tm. 1, 7; St. 1, 25; 2, 12; Jn. 8, 32; 1 Co. 12, 1 ss.; 2 Co. 3, 17.
, 15dado que no recibisteis el espíritu de esclavitud, para obrar de nuevo por temor, sino que recibisteis el espíritu de filiación, en virtud del cual clamamos: ¡Abba! (esto es), Padre. 16El mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios. 17Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente (con Él ), para ser también glorificados (con Él). La gran esperanza del cristiano y de toda la creación
18Estimo, pues que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros ▼▼18. Palabras que deberían leerse a la entrada de cada hospital. No nos inquietaremos por un poco de dolor —que nunca nos tienta más allá de nuestras fuerzas (1 Co. 10, 3)— si de veras creemos y esperamos una gloria sin fin, igual a la de Aquel que, por conquistarla para su Humanidad santísima y para nosotros, no obstante ser el Unigénito de Dios, sufrió en la vida, en la pasión y en la cruz más que todos los hombres.
. 19La creación está aguardando con ardiente anhelo esa manifestación de los hijos de Dios; 20pues si la creación está sometida a la vanidad, no es de grado, sino por la voluntad de aquel que la sometió; pero con esperanza, 21porque también la creación misma será libertada de la servidumbre de la corrupción para (participar de) la libertad de la gloria de los hijos de Dios ▼▼21. Hasta la creación inanimada, que a raíz del pecado de los primeros padres fue sometida a la maldición (Gn. 3, 17), ha de tomar parte en la felicidad del hombre. De la transformación de las cosas creadas nos hablan tanto los vates del Antiguo Testamento como los del Nuevo. Véase Is. 65, 17 y nota; 2 Pe. 3, 13; Ap. 21, 1 ss.; Ef. 1, 10; Col. 1, 16 ss. Los Santos Padres hacen notar que el Hijo de Dios precisamente se hizo hombre porque en la naturaleza humana podía abrazar simultáneamente la sustancia material y espiritual de la creación. Es la promesa maravillosa de Ef. 1, 10. Véase allí la nota.
. 22Sabemos, en efecto, que ahora la creación entera gime a una, y a una está en dolores de parto. 23Y no tan solo ella, sino que asimismo nosotros, los que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior, aguardando la filiación, la redención de nuestro cuerpo ▼▼23. La filiación : cf. Ef. 1, 5 y nota. La redención de nuestro cuerpo: su resurrección y transformación (1 Co. 15, 51) a semejanza de Cristo (Fil. 3, 20 s.). Véase Lc. 21, 28; Ef. 1, 10 y nota. “Como nuestro espíritu fue librado del pecado, así nuestro cuerpo ha de ser librado de la corrupción y de la muerte” (S. Tomás). Lo que se operará en nosotros ese día será como lo que se operó en Jesús cuando el Padre glorificó su Humanidad santísima (Sal. 2, 7 y nota) y lo sentó a su diestra (Sal. 109, 1; cf. Ef. 2, 6). Por eso también seremos reyes y sacerdotes (Ap. 5, 10) como Él (Sal. 109, 3 y 4).
. 24Porque en la esperanza hemos sido salvados; mas la esperanza que se ve, ya no es esperanza; porque lo que uno ve, ¿cómo lo puede esperar? 25Si, pues, esperamos lo que no vemos, esperamos en paciencia. Nuevos favores del Espíritu Santo
26De la misma manera también el Espíritu ayuda a nuestra flaqueza; porque no sabemos qué orar según conviene, pero el Espíritu está intercediendo Él mismo por nosotros con gemidos que son inexpresables ▼▼26. Con esta palabra apostólica consuélense los que se lamentan de no poder orar con la perfección necesaria: ¡El Espíritu ora en nosotros! Como dicen los místicos, la oración es tanto más perfecta cuanto más parte tiene en ella Dios y menos el hombre: “¿No es cierto que solemos estar bien lejos de este concepto y que atribuimos la pasividad a Dios y la actividad al hombre?” Es decir, que para nosotros es una actividad más bien receptiva, pero incompatible con la distracción, pues ella está hecha precisamente de atención a lo que Dios obra en nosotros con su actividad divina fecundante. Esa atención no acusa modificaciones sensibles, sino que es nuestro acto de fe vuelto hacia las realidades inefables de misericordia, de amor, de perdón, de redención y de gracia que el Esposo obra en nosotros apenas se lo permitimos, pues sabemos que Él siempre está dispuesto, ya sea que lo busquemos —en cuyo caso no rechaza a nadie (Jn. 6, 37)— o que simplemente lo dejemos entrar, porque Él siempre está llamando a la puerta (Ap. 3, 20); y aun cuando no le abramos, atisba Él al menos por las celosías (Ct. 2, 9), y aun nos persigue como un “lebrel del cielo” (cf. Sal. 138, 7 y nota, y también el apéndice de nuestro estudio “Job, el libro del consuelo”). Cuanto más sabemos y creemos esto, más aumenta nuestra amorosa confianza y más se despierta nuestra atención a las realidades espirituales, hasta hallarse firme y habitualmente vuelta hacia el mundo interior (Ef. 3, 16), no ciertamente el mundo de la introspección psicológica (cf. 1 Co. 2, 14 y nota), sino a la contemplación de Jesús “autor y consumador de nuestra fe” (Hb. 12, 2; Sal. 118, 37 y nota). Nuestra vida se vuelve entonces un acto cuasi permanente de esa “fe que es la vida del justo” (1, 17), animada por la caridad (Ga. 5, 6; Ef. 3, 17) y sostenida por la esperanza (5, 5; Fil. 3, 20 s.; 1 Ts. 4, 18; 5, 8; Tt. 2, 3; 1 Jn. 3, 3). Nuestro mayor empeño entonces, lejos de llevarnos en la oración a una gárrula e importuna actividad, está precisamente en no poner límites a cuanto Dios quiera obrar en nuestra alma (2 Co. 5, 3 y nota), aunque a veces no lo percibamos. Para ello no hay nada que ayude tanto como el trato continuo con la Escritura, pues en esa oración escuchamos constantemente a Dios. No es que se trate de nuevas o milagrosas revelaciones individuales, sino que se actualizan en nuestra mente o en nuestra memoria las palabras que el Espíritu Santo “nos habló por los profetas” y por Jesús (Jn. 14, 26 y nota; Hb. 1, 1 s.), adquiriendo sentidos cada vez más claros, más atrayentes y más profundos, en esa rumia, que es lo que David llama la bienaventuranza del que día y noche medita la Palabra de Dios (Sal. 1, 1 ss.). No era otra la vida de oración de la Virgen María, según nos lo indica por dos veces S. Lucas en 2, 19 y 51, y una vez el mismo Jesús (Lc. 11, 28 y nota), y según lo revela ella misma en su himno el Magnificat (Lc. 1, 47 ss.), pues está hecho todo con palabras de la Escritura que Ella recordó en ese momento, por obra del Espíritu Santo. Y así, en la Vigilia de Pentecostés (Oración de la 3ª Profecía), se dice que “también a nosotros nos instruyó Dios por Moisés mediante su cántico”. Cf. Dt. 31, 22- 30.
. 27Mas Aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del Espíritu, porque Este intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios. 28Sabemos, además, que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio ▼▼28 ss. Vislumbramos aquí el misterio de la Predestinación. Hay dos opiniones con respecto a estos vv. Los Padres griegos, y los latinos hasta San Agustín, los interpretan como predestinación a la gracia: a los que sabe que responderán con fidelidad, Dios los premia con la gracia de la fe. Los autores latinos después de S. Agustín se inclinan a ver aquí la predestinación a la gloria. Los llamó : Llamados y escogidos son los términos que usa Jesús en el banquete para decir que aquellos serán muchos (cf. Hch. 15, 14), y estos, pocos (Mt. 24, 23; Lc. 21, 24; Rm. 11, 25). En Ap. 17, 14 vemos a “los llamados, escogidos y fieles” combatiendo con Jesús contra el Anticristo (cf. Ap. 19, 11 ss.; 1 Ts. 4, 16 s.; Judas 14, etc.).
. 29Porque Él, a los que preconoció, los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que Este sea el primogénito entre muchos hermanos. 30Y a esos que predestinó, también los llamó; y a esos que llamó, también los justificó; y a esos que justificó, también los glorificó. Seguridad de la redención
31Y a esto ¿qué diremos ahora? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? ▼▼31 ss. Rebosando de confianza, seguro de la salvación, el Apóstol desafía al mundo, para entregarse por completo al amor de Dios. Imitémosle, principalmente en las horas de la tribulación cuando todos nos abandonan. En esas horas debemos recordar estas palabras, como lo hacía Santa Teresa, al decir: “Señor, Vos lo sabéis todo, Vos lo podéis todo, y Vos me amáis”. Y también: “Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta”.
32El que aun a su propio Hijo no perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente todas las cosas con Él? 33¿Quién podrá acusar a los escogidos de Dios? Siendo Dios el que justifica, 34¿quién podrá condenar? Pues Cristo Jesús, el mismo que murió, más aún, el que fue resucitado, está a la diestra de Dios. Ese es el que intercede por nosotros ▼▼34. Ese es el que intercede por nosotros: Es decir, nuestro Santo Patrono y Protector por excelencia. Véase Hb. 7, 25 y nota.
. 35¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? ▼▼35 ss. Como lo nota San Bernardo, “nuestra conformidad con el Verbo en el amor une con Él nuestra alma de un modo absolutamente indisoluble, como la esposa está unida a su esposo”. El mismo Señor Jesús nos enseña esta verdad en Jn. 10, 28 y 29. A través de este himno se ve la fe del Apóstol, que se siente seguro en el amor que Jesús le tiene, y ansía comunicarnos igual seguridad. “La confianza, la acción de gracias, la caridad —dice aquí Lagrange— brotan del fondo del alma de Pablo y se difunden como antorcha encendida para inflamar a todos los hombres, tan apasionadamente amados por Dios”.
36según está escrito: “Por la causa tuya somos muertos cada día, considerados como ovejas destinadas al matadero”. 37Mas en todas estas cosas triunfamos gracias a Aquel que nos amó. 38Porque persuadido estoy de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni cosas presentes, ni cosas futuras, ni potestades, 39ni altura, ni profundidad, ni otra creatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús nuestro Señor.
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